Desvarío
Arturo Martínez Galindo
(1900-1940)
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La tarde es un poema de serenidad. Limpio el cielo azul. Clara la atmósfera de cristal. Bajo aquella limpidez y aquesta claridad, como una moza sensual recién poseída se adormece la ciudad.
En el parque alardean las arenas de los senderos y parecen empiñatados los rosales. La mirada se me va, tal un rapaz curioso, hacia la luz, hacia el tinte de las corolas, hacia el brinco del surtidor, y se aferra también a los pies incansables de la chiquillada que viene y va.
Un desfallecimiento placentero me ha hecho abandonarme en este banco rústico, bajo la sombra pía del empenachado macizo de bambúes. Mientras mis ojos ruedan por la gaitería que envuelve este jardín, mi alma se ha olvidado de sí misma y descansa, porque no hay mayor fatiga que la producida por llevar a cuestas el pesado fardo de uno mismo.
Por la carrera de los naranjos un hombre se acerca a mí; se detiene, echa un vistazo distraído en derredor, con la intención de no reparar en mi presencia; pero en seguida se decide a buscar descanso a mi lado; al acomodarse en el banco me saludó fríamente con un breve:
-¡Excúsame!
-¡Está bien! – le respondo.
Él insiste en olvidarme y yo hago otro tanto.
Una nenita toda rosada –cinco años blondos y rotundos- pasa corriendo frente a nosotros, tras de su aro multicolor y…he aquí que la hemos visto caer. Corremos a auxiliarla, pero él es más presto que yo: la toma en brazos, la acaricia y súbitamente hunde su cara en el regazo infante, estrechándola fuertemente, locamente, como sólo es permitido hacer con las doncellas púberes. Todo esto ocurre en un instante y no he podido intervenir, mas como la niña empezara a llorar y a debatirse, yo le grito:
-¡Que le hace daño! ¿Está usted loco?
El hombre abandonó en el suelo su presa; la nena recogió presurosa su aro y huyó amedrentada.
Aquel arrebato de pasión en carne que no debe desearse, en carne prohibida y tierna, me indignó y casi sin darme cuenta de ello, me encaré al desconocido:
-¿Qué ha pretendido usted?
Al principio no pareció reparar en mi voz; sus facciones revelaban un gran tormento, una pena muy honda, y clavaba sus ojos en los míos como si no me comprendiera. Después hizo un gesto indicándome que debíamos sentarnos. Le obedecí maquinalmente. Luego me dijo:
-¡He estado a punto de encontrarla…!
Hablaba en alta voz y con singular vehemencia. Yo, que iba adquiriendo la certidumbre de estar entendiéndose con un loco, empecé a inquietarme y guardé silencio, pero él cortó mi pensamiento para explicarme:
-No se equivoca usted si cree que yo estoy loco. Desde que la perdí mi razón se ha declarado en bancarrota y… ¡quién si sabe si nunca tuve yo razón!
Me atisbaba con la fiebre de sus ojos negros y se retorcía las manos, como si doliera desprenderse de su secreto.
-La conocí en un baile- prosiguió-; en uno de esos salones de la barriada pobre que atemorizan a la gente burguesa; en una de esas zarabandas plebeyas donde las mujeres y los hombres se llenan de alcohol hasta la borrachera. El ambiente estaba opalescente por la humareda de los tabacos, y a fuerza de calor y de humo apenas se podía respirar. A poco de entrar se percibía un olor a hembra en celo y a macho cabrío, y hasta las palabras olían a satyrion. Pero ella…
Recalcaba con tal fruición siempre que decía “ella”, que me daba la sensación de estar pronunciándolo con todas sus letras mayúsculas.
-… parecía un rayito de sol, una blanca promesa; esperaba sin duda al príncipe encantador o la chinela de cristal; tenía quince años, tersa la piel, rico el color en las mejillas ricas, flava la melena y la boca de miel y la mirada de fulgor. La llamaban por un extraño nombre, un nombre magno según la clásica heroína, la llamaban Miranda. Insólito sucedido eso de encontrar un tal nombre bautizando a una hija del arrabal, pero es el caso que le venía espléndidamente tal denominación. Antojóseme que ella había sido una bebé de esas que en las noches frías de los cuentos –una noche de San Silvestre quizá- se encuentran abandonadas en los portalones, finalmente envuelto su abandono en linos fragantes, un colgante de oro en el pecho, y en el colgante un nombre. ¡Naturalmente! “Esta es la verdadera historia de la niña”, pensé. Tal vez en ella granó un amor prohibido, y su abandono evitó una tragedia.
Y la amé. La amé por su extraño nombre y por su extraña impubertad. Y al notar que sus senos no habían tenido tiempo de alzarse, y parecían temerosos de punzarle el corpiño, la amé. Era una cosita nueva. Capullo reventón, un fruto tierno y dulce, el más tierno y más dulce porque todavía no era más que flor; amé en ella cuanto de promesa encerraba; amé lo que ella podría llegar a ser, lo que podría tener yo en mis brazos cuando ella llegara a la edad ensangrentada del milagro…
Yo estaba asombrado y espantado ante aquella manera febril de relatar, ante aquella suma de exaltaciones; y no atinaba a comprender el entronque que tendría un tal cuento con la escena morbosa que yo había presenciado. El hombre no dejaba de hablar un instante y se le congestionaban las venas del cuello como a los oradores populares; por momentos adoptaba gestos teatrales y ridículos; vestía como cualquier hijo de vecino, y llevaba un esplendido diamante solitario en el dedo anular de la mano izquierda y una cadenilla de oro en el puño derecho.
-Nadie parecía reparar en ella –continuó-. Yo la invité a bailar. Una marquesita de los dorados tiempos de la chacone la habría envidiado por lo frágil de al contextura y por la nobleza de la línea. Al bailar, ella se recostaba sobre mi pecho como para llorar un gran dolor. “Echa de menos –me dije-, el buen siglo cortesano, cuando para danzar apenas érase permitido a los varones rozar, con enguantada mano, las manos de las damas”. A pesar de todo lo delicado y fino que ella encerraba, hilvané un hilván morboso y sensual alrededor de su carne agraz. Quise vaciar mi alma enferma de su vida y enseñarla a rimar crueles aberraciones en las páginas rojas de la sexualidad; gozarla equívocamente hasta anonadar la prohibición; morderla como a un fruto; encenderla como un hachón crepitante; hundirla en todas las simas hirvientes del gran pecado…
Indudablemente que yo estaba asistiendo a una crisis psicopática, en la que actuaba un prurito nefando. Aquel hombre era uno de los casos de la Medicina Legal. Yo ya empezaba a impacientarme, pero decidí continuar escuchándolo:
-¿Y bien?- le dije.
El reanudó su desvarío:
Esa noche ella me amó también; me amó como nadie lo había hecho antes; en fiebre y en violencia me dio todo lo que yo le he pedido al amor; y hacia la media noche, en un cuartucho que pretendía de reservado, ebrios de raras embriagueces, teniéndola en mis brazos toda menuda e insexuada, nos enloquecimos bajo una onda de sensaciones crueles, candentes y contradictorias, que recorrían desde la perversión hasta el incesto: a ratos un efebo y a ratos hija mía. Nos despedimos a la madrugada, convencido yo, y ella también al parecer, de que habíamos atado nuestras vidas con u dogal sagrado y perdurable. Ofreció esperarme al día siguiente en su casa, a donde yo iría a buscarla para no separarnos jamás…
Se le quebró la voz, se le nublaron los ojos y se puso a llorar como un chiquillo. Tres veces intentó proseguir, pero su garganta anudada sólo le permitió emitir los hipos de la angustia. Esto me impresionó y quise consolarlo, pero mis palabras se deslizaron sobre su dolor, sin calmarlo; sollozaba con la frente hundida en las dos manos, cuyos dedos crispados le despeinaban los cabellos negros. Al fin pudo continuar:
-No la he vuelto a ver…no la he vuelto a ver… ¡la he perdido! Al día siguiente seguí las señas que ella me diera, pero nadie la conocía, ¡nadie! Se alejó de mi vida, por amor o terror, yo no lo sé. Saltó ligeramente desde el trampolín de un engaño y la cubrió la sombra impenetrable, la devoró el misterio. ¿Dónde estará? ¿Dónde estará? Y lo más desgarrador y fulminante de mi caso es que la he perdido también dentro de mí: ¡he olvidado cómo era ella! Hace tres noches me di cuenta de la horrible verdad. Quise evocar sus ojos, quise evocar su frente, su nariz, la línea de su cabeza, y… ¡no pude! Sólo reconstruí su boca, sus labios acogedores, sus labios tibios… En tres días ella se ha borrado de mí y no es más que una boca, unos labios que besan en el vacío…
De pronto deja de dirigirse a mí, y se dirige a ella, a su Miranda, a la mujer que ha perdido:
-Pero Tú estás en mí –dice casi gritando-; te siento, me haces rebosar. Es preciso creer que existe el alma, porque si no hubiera algo más dentro de los ojos, más dentro de las venas, más dentro del cráneo, más allá de todas esas cosas que atrapan los sentidos, al olvidar tu imagen te habría olvidado. Mas tú persistes y triunfas dentro de mi ser como un germen vibrante; Tú eres Tú, vencedora de ti misma, sobreviviendo al hundimiento de tu propia imagen… Mi corazón marca un ritmo triunfal: amo a una mujer, lo grita mi sangre, lo grita mi cabeza, lo gritan todas mis fibras temblorosas, estoy empapado de esa mujer, saturado de ella estoy. Pero… ¿cómo es ella? ¿Cómo es su voz, y sus ojos y su frente? ¿Cómo sus líneas y sus ángulos? Un día –es todo lo que puedo recordar, ella vivió en mis sentidos; mis sentidos dieron razón de ella un día; por mis ojos entró a mí, por mis palpaciones, por mi lengua, y, como una fragancia, aturdió mis alfaciones anhelantes. Hoy mis ojos no la recuerdan, tampoco la saben mis manos, tampoco puedo aspirarla ni oírla…Sin embargo, libre de mis sentidos, yo me rebelo y la proclamo e insisto en gritar definitivamente: ¡“Ella está en mí! ¡Ella persiste!” Pero una curiosidad dolorosa no me da tregua y desgarra con fiero gancho mi quietud: ¿cómo es ella? ¿Cómo es ella? ¡Ah! Esta tarde he estado a punto de encontrarla al abrazar la nena que cayó…
Yo comprendí entonces y él lo adivinó porque me dijo:
-Usted lo sabe, usted fue testigo de ello…Cerré los ojos y aspiré y apreté fuertemente aquella carne tierna que olía a ella. Por un minuto mis ansias creyeron que se descorrería el velo, y mientras esperaba el milagro, apretaba cada vez más fuerte los párpados y mis manos apretaban cada vez más fuerte…
Calló un instante. Su respiración era fatigada como la de aquel que ha corrido mucho, mas su locura no le dio reposo y reanudó casi al momento:
-A veces pienso, como los enfermos que evocan desde sus lechos los días de salud y de sol, que hace apenas un mes yo era un ser normal; comía, vestía, frecuentaba los espectáculos, trabajaba como todos los demás. Ahora todo se reduce a buscarla: inquiero fuera de mí; la comparo con las otras mujeres: de ésta tiene la palidez, de aquélla los ojos, de esotra el andar, y así preparo todos los materiales, pero cuando quiero armonizarlos, mi construcción se derrumba, no doy con ella…
Ya sus palabras no tenían la vibración vehemente de al principio, sino una entonación desmayada; me hacía pensar que se le estaban cayendo las frases de los labios, como caen de los árboles las hojas secas.
-Y el sentirla a cada instante, y el pensarla, y el soñarla, me hacen estar cruelmente seguro de que ella dentro de mí. Creo a ratos que quizá por amarla se me fue muy dentro, muy dentro, más allá de todas las cosas, más allá de todo lo que me ha dado la vida, de todo lo que me han contado los libros; quisiera entonces vaciarme, convencido de que en el fondo de mí mismo la encontraría como una joya rutilante. Otras veces creo que se ha difundido en todo mi ser, y que cada partícula guarda algo de ella: entonces cierro los ojos y me acaricio suavemente con una mano la otra mano, y cuando la ilusión quiere cobrar contornos, de pronto no sé si la mano que acaricia o la mano acariciada es la de ella y…
Las sombras habían caído sobre el jardín. Ya no había niños y la negrura creciente nos daba la idea de que nos estaba envolviendo, algo que no sabíamos lo que era, algo que podía ser el alma de la noche. Una silueta de mujer, de mujer joven pasó frente a nosotros, y mi extraño acompañante se echó a correr tras de su sombra. En su carrera, olvidó sobre el banco su sombrero y su bastón. Una intensa compasión me hizo tomar aquellas prendas y correr tras el alucinado. Corrí y corrí, pero el hombre fue más veloz que yo y le perdí de vista en un recodo. Por el mismo camino vi venir a un gendarme.
¡-Detenga a ese hombre – le grité-, deténgalo, que está loco!
-¿Cuál hombre?- me repuso el gendarme con desconfianza.
-Ese que va corriendo…va descubierto…ha olvidado su sombrero y su caña…
Al decir esto le muestro las prendas y me doy cuenta de que tengo en mis manos mi propio sombrero y mi propio bastón. Un estremecimiento de horror recorre mi cuerpo al notar que en mi mano izquierda mi solitario destella, mi viejo solitario, y que, en mi muñeca, una cadenilla de oro me aprieta como para hacerme recordar…Y recuerdo, y torno a temblar por mi pobre razón, y torno a pensar que quién sabe si nunca tuve yo razón…